sábado, 17 de agosto de 2013

Niña malcriada




Me cuentan de ti que sigues igual.
Que sin dejar tus guiones politizados y socialmente comprometidos seguiste en secreto mis pasos por varios de mis senderos con poca o ninguna fortuna y que ahora te alzas adalid de los sin voz.
¡Tu! Tu que tanto obligaste a otros a callar, que tanto avergonzaste por la ligereza obtusa de tus pensamientos, mezclados en tu desolado cerebro con las buenas obras de catequesis y novelas de Emily Brönte.

-"No me apetece"-, decías bastante a menudo entonces, ¿lo recuerdas?

Un constante y frustrante "No me apetece" a escucharte, a ejercer el deber de reciprocidad que tanto exigiste para tu solemne existencia. Un "No me apetece" a cumplir con tus obligaciones como relativa a un entorno que se desvivió por ti, a una sangre que ya no te toleraba, identificándote nociva, cuando yo también era de esa sangre y aguantaba.

Un "No me apetece" como el mejor alegato únicamente verdadero de tu propia existencia en esta tierra.

Años después me cuentan que seguiste mis pasos y que yo, ingenua e indocumentada, solo fiel a las puntas de mis dedos, no había visto venir que por allí venias. Poco o nada me importa ya salvo por el hecho de que, cada vez que sé de ti suele ser para confirmar mis más terribles pensamientos acerca de lo que en realidad siempre movió tus pasos, de qué estaban hechas las grandes y circunspectas palabras que siempre salían de tu sucia boca y, en resumidas cuentas, confirmarte como un todo tan común y mediocre como siempre has sido y nunca dejarás de ser.

Hace océanos que te lo debería haber dicho. Eres esa niña malcriada que poco o ningún respeto me conmueve, de la casta de aquellos que se vanaglorian de trabajar por el bien del mundo que sale por la tele, el de las canciones de festival de verano. Esa niña malcriada que degrada el pensamiento crítico por un pañuelo palestino de 200 euros. Esa niña malcriada para quien los demás son su  vida y su esfuerzo, pero siempre que los demás sean otros y estén lejos y a lo mejor puedas sacarte una foto con ellos, a ser posible con filtro instagram. Esa niña malcriada que, cuando quien está justo al lado le pide ayuda, solo responde con ese despreocupado y desdeñoso "No me apetece".

lunes, 5 de agosto de 2013

Traslación



Corriendo en círculo en apenas un metro cuadrado, crepitando la velocidad a cada zancada, el vértigo latente, el esfuerzo moldeador, vuelto de espaldas. Nunca nadie se esforzó tanto en conseguir lo menos posible.

jueves, 1 de agosto de 2013

Nada contra Chronos



El tiempo se derrite y se pega contra las costillas de uno y para cuando se viene a dar cuenta se está contando los minutos en los surcos de la cara.

Vuelvo a este camino por volver a escuchar la voz atrás perdida, espantada y somnolienta, como recién despertada de una pesadilla que te ha parecido eterna pero que en realidad ha durado apenas unos momentos. Así transcurre el tiempo desde que la vida es más virtual que real, desde que estamos más solitos cada día y tenemos cada vez más (des)conocidos que nos aplauden a golpe de clic.

Seis años y un mes hace que tomé la imagen que sirve de cabecera a este blog. Nada es casual, tiene su propia historia de ángeles y demonios. La lluvia en Sevilla es pura maravilla.

Dos años y casi tres meses desde lo de Lorca (d.T. Después del Terremoto), que luego vendrían las inundaciones, y junto al Gran Incendio de 2002, servidora perdió su calidad de animal fetiche.
Que por nadie pase.

En estos dos años y casi tres meses le he dado la vuelta al mundo. Dos veces y media. Malditos aviones y sus aeropuertos. Y maldito jetlag.

Y ya no soy la Señorita Estropajo, ahora soy la Señora de Estropajo. Más por hacerme respetar que por otra cosa, dado que a día de hoy, más cerca de la anarquía de mercadillo que de la conciencia de sociedad utópica, uno ha de hacerse respetar como miembro valioso de la comunidad como sea. Bien saqueando la alcancía del crío del vecino, bien llevándose millones al cajero más cercano de su banco suizo.
Suiza. Qué bonita es Barcelona.

He vivido en Wellington (Nueva Zelanda) dos temporadas. Casi vivo en Suiza pero al final no porque, aunque ya tenía la gallina empacada y la maleta atada con soga de pita, el feliz empresario alemán decidió que no quería pagar el sueldo correspondiente a un exclavo sino solo la mitad, así que finalmente no viví en Suiza. De Nueva Zelanda no tengo queja, es guay vivir en el futuro y saber lo que va a pasar, aunque sea un futuro de 12 horas previas; algún día volveré y al partir prenderé fuego a mi casa -de nuevo- para no volver jamás. Pero hoy no me viene bien. Quizá mañana si la tele de plasma no lo impide.

Antes fuí periodista, luego Licenciada en Lo-Que-Haga-Falta y ahora soy pastelera/panadera/repostera pero no lo tengo ni medio claro. Soy Pattisiere Nivel I por la escuela más prestigiosa del mundo, Le Cordon Bleu, en Madrid y Nueva Zelanda.
La única que se mira las puntas de los zapatos, preguntándose qué hace ahí, entre tanto idealista y apellido compuesto, esa soy yo.


Y si, odio los cupcakes. Y toda la moda actual y estética shabby chic, retro vintage, prohipster y alternamongol. La odio.
Lo digo desde aquí, que es mi casa, y aunque sucia y oscura toavía, aquí mando yo.

También odio el fondant pero como es como la plastilina, ahora me dedico a lo mismo que hacía en el parvulario: hacer monigotes y enseñárselos al profe e intentar comérmelos luego. Pero ahora el profe ya no me pega capones por comerme la plastilina, ahora me cobra a 6,50 el paquete de 250 gr.
Qué divertido es ver cómo algunos le raspan el bolsillo a otros! Menos mal que hoy comparece la tele de plasma desde el jacuzzi lleno de señoritas con autobronceador para decirnos que es todo mentira y que los malos son los que van Suiza, malosos engominados o infantitas de Mordor.
Pero eso, como ya he dicho anteriormente, ya lo sabía yo.

Ayer fuí a ofrecer mis servicios a un negocio y la protojefa me dijo algo interesante: "Estamos cansados de ser números y queremos ser tratados como personas de nuevo". Así empezaba su discurso de porqué las cosas están cambiando, porqué cobra lo que cobra por su trabajo artesanal y porqué es mejor una barra de pan de 0,90 casera que una de 0,45 del mercadona. Todo para dejarme caer, amablemente, que no puede ofrecerme trabajo. Casi la aplaudo.
Me voy a ir a la oficina del paro, a ver si los convenzo de que lo que importa no es mi número de la seguridad social sino que hago unas napolitanas acojonantes y que ya me pueden ir soltando la panoja que me corresponde.

Pero iré mañana, aprovechando que la tele de plasma y su cohorte van a darse al pueblo y habrá más para repartir.

Y nada, que aquí estoy. Vuelvo a esta mi casa a ver qué me encuentro, a quitar el polvo y abrir las ventanas, que entre el aire que aquí hiede a cobardía de pantalla y genios de los 140 caracteres y así no hay quién respire.


sábado, 4 de junio de 2011

Lorca: reflexión entre los cascotes



Sábado, 4 de junio de 2011. Casi un mes del pasado día 11.
Estando en este mismo rincón del mundo, en este ordenador, ocurrió.
Un terremoto a las 6 y pico de la tarde.
Otro más duro después, 40 minutos más tarde.
Hasta ahí, todo demasiado manido.
Prehistoria mediática, política, social.
Un infierno aquí cada día, desde entonces.

La noticia está clara: dos terremotos sacuden el sureste español con magnitud 4,5 y 5,2 grados richter. Daños incalculables del patrimonio local. Más de 400 heridos, 10 muertos. Centenares de miembros de los cuerpos de seguridad del estado, UMEs, Cruz Roja y Protección civil se dirigen a la zona para ayudar y evacuar a los damnificados.





Y casi un mes después, yo aún no he conseguido hacerme a la idea.
Necesito conocerlo todo, verlo todo, y aún así, dudo que lo haga nunca.
Aunque físicamente estaba solamente en dos sitios esa tarde, con el tiempo he ido rellenando huecos con las historias de los lugares donde estaba todo lorquino que se ha dejado escuchar: los que vieron la montaña abrir sus entrañas con el primero y volver a cerrarse con el segundo, los que pudieron ver la ciudad desde lo alto y vieron como se cubría de polvo y humo, los que han perdido miembros, los que se marcharon con lo puesto de su hogar para no volver jamás, los que conducian dentro del tunel bajo el castillo, los que estaban fuera de la ciudad y no podían sino desesperarse por no poder contactar con sus hijos, padres, hermanos.
Y tantos otros testimonios como vidas interrumpidas. Escuchando a cada uno te haces a la idea de lo que ocurrió aquella tarde pero solo puedes imaginarte los hechos trascendiendo su dolor.
Si te identificas con tu interlocutor estás listo.

Siendo justa, el título de esta entrada no es correcto. Esto no es una reflexión sino una recopilación de momentos para intentar, una vez más, visualizar mentalmente cada instante de este gigantesco despropósito tan inimaginable como real. Por otra parte, tampoco hay cascotes. Al menos no por cualquier parte.

Desde el minuto dos (el uno se empleó en intentar recuperar el equilibrio físico y mental) todos nos pusimos a hacer lo único para lo que estábamos preparados: los quejicas se quejaron, los currantes siguieron currando, los voluntarios se pusieron a ayudar y los medios... bueno, los medios se dedicaron a meterse debajo de las camas de cada uno de los lorquinos, a ver qué encontraban.

Empezaré por mi; cuando sucedió el primero estaba sentada aquí mismo, en el ordenador de mi oficina. Mis compañeras se asustaron, mi jefe y yo nos reímos quitándole importancia; es curiosa la forma que tiene el miedo de escaparse de cada cabeza. Señalar que en esta ciudad se suele dar algun terremoto cada 6 meses, más o menos.
Tras esto, di una vuelta por el comercio, enderecé estanterías, retiré alguna plaqueta y salí a la calle a hablar con mi hermano, que estando a 100 km de aquí, también lo notó.

Ya en la acera, teléfono en mano, pateando algun cascote del tejado, le comentaba animada, con la emoción de haber sido testigo de una aparentemente pequeña anomalía, algo fuera de lo común que no ha ido más allá de lo anecdotario:

-"¡Qué disparate, me estaba moviendo en la silla giratoria!"
-"Eso no es nada, hombre, no te preocupes! Aquí apenas se ha caído la campana de San Mateo, se ha estropeado la cúpula del convento, y ¿oyes los cascotes que estoy pateando?..."


Pero entonces algo empezó a ir mal, muy mal. El suelo empezó a temblar violentamente, los coches saltaban aparcados, las líneas de la calzada empezaron a serpentear. Lo más parecido que sentí en aquel momento me recordaba a aquel juego de niños, yendo en el autobús del colegio, cuando jugábamos a mantenernos en pie sin agarrarnos.

Con mi hermano al teléfono que me gritaba algo pero incapaz de entenderlo, incapaz de decir nada, de colgarle, de entender que la cornisa bajo la que estaba hacía dos segundos se estaba viniendo a bajo, de no saber a qué agarrarme puesto que ya estaba en medio de la carretera y me debatía entre el miedo a ser atropellada y el MIEDO, el de verdad, el que te hace saber que no eres más que una mota de insignificancia en el universo y que nada de lo que te rodea se debe a otra cosa que a la casualidad y no a la arrogancia del ilimitado e infinito poder humano.

Como cuando sueñas una historia, los segundos se traducen en años y lo que a a toda una ciudad le pareció eterno apenas duró unos pocos segundos.

Y después de esos segundos, en lugar de acabar la pesadilla, empezó tras despertar.

Otro día sigo, si eso.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Un lápiz y una canción

No saber donde te has quedado,

No encontrar el lápiz con el que dominaste el mundo,

Con que conquistaste la vida, la fuerza, la historia

La tuya, la mía.

Las palabras, a plomo caen, se desprenden de sentidos equívocos,

Cambiados, culpables y heridos,

Rotos por su propio peso.

Ni saber por donde andas,

Ni entender porqué caíste,

Acordes en mi cabeza,

Roto el silencio, por fin,

Y me dejo caer en mi propia desidia, esperando que su manto templado y calmado, mentiroso y bastardo, haga sucumbir lo poco que alguna vez tuve de humano, de hombre, de mujer, de niño, de todo, de nada.

Arrogante me inquiere,

Acaso ahora pretendo ponerme en pie?

Acaso ahora tengo algo a lo que agarrarme?

Algo para ascender sobre mis tobillos, partidos, mentidos de si mismos?

Pasar la vida huyendo de las sombras de tu futuro y de las manchas de tu pasado intentando recoger a cada paso algo de luz no parece ser la mejor de las aventuras.

Y mientras una canción me ensordece la conciencia me concedo sonreír,

Es una buena canción, que repito una y otra vez, para no dejarla ir, para no dejarme caer, para, como siempre y pese a todo, intentar tomar ese pequeño trocito de luz que una simple canción puede dejarme prendida a los labios.

Ya no quiero encontrarla, sé que no lo haré.

No existe esa canción perfecta para mi que me llene el corazón de luz, de sonrisas la mañana, de sueños las mantas de mi cama de invierno.

Ya no la busco.

Pero sigo intentando encontrarme, componerme con estribillos y notas no escritas, sigo intentando ponerme en pie aún no teniendo a qué agarrarme, aun sin tener mi viejo viejo lápiz de conquistar mundos y dominar verdades.

Sigo aquí. De alguna forma.

Sigo aquí. Y tarareo una canción, una sencilla y manida canción que, vaya, me prende una sonrisa de los labios.

viernes, 13 de agosto de 2010

El porqué de la "Terribilitá". Parte I.



Ante todo, buenas tardes, claro. Educación por encima de todo, que aunque parezca que no, se echa en falta. Igual que otras muchas cosas. Y más, después de tanto tiempo sin pasarme a saludar.

Viendo que no levantaba cabeza durante los últimos meses, me embarqué en todo un "periplo búlgaro": me iba a tomar unas vacaciones recias; si no de cantidad, al menos de calidad. ¿Y qué mejor destino que mi dulce y tranquila Florencia, mi Toscana bendita?

No puedo evitarlo, soy un animal fetichista y Florencia siempre empujó mi persona a un ejercicio interno de paz y cultura, lejos de la bulliciosa y vendida Roma, señorona rancia repintada.
Y una vez fijado el destino, preparé con el más cuidadoso de los primores un viaje en coche que arrancaría de las puertas del Palacio Sforcesco en Milano y terminaría en la imposible ruta de Volterra, en Toscana donde además pasaría varios días paseando por el cerrado al tráfico centro de Firenze y enseñaría a mi novio y compañero todo lo que Florencia puede ofrecer.



Florencia, hace 15 años, en mi primera visita, era una ciudad alejada, discreta en su orgullo y hasta huraña con los extranjeros. La mejor cocina, el mejor gusto por lo clásico y el orgullo de tener, entre otras muchas cosas, la que a mi me parece la escultura más hermosa del mundo, el David de Miguel Ángel. El turismo de a pie iba directamente a los canales venecianos o a la plaza romana de San Pedro.

Poniendo un símil, si Roma adquiere la apariencia de una gran señorona de rancias ínfulas, decrépita y pintarrajeada aunque digna dentro de su propia memoria, Florencia era, por aquel entonces, una doncella culta y refinada, orgullo de su casta y sus pretendientes.

Años después, allá por el 2006, volví a sus tierras y encontré curioso y agradable que hubiera ciertos cambios: Florencia se empezaba a abrir a un público que la visitaba por su patrimonio y algo más. Más restaurantes, igual de caros pero más accesibles al foráneo. Volví a encontrarme cara a cara con David, con Venus y Dante y todo parecía seguir igual. La ciudad, otrora sellada por murallas, tenía un restringido acceso a tráfico rodado: tan solo los vehículos eléctricos podían pasar por sus calles, para que el humo no ensuciara los bellos mármoles ni los palacios vecchios.

Hoy he vuelto. Y no podía imaginarme tan equivocada. Triste, confundida y humillada recojo fuerzas de donde puedo para arrancarme el corazón del pecho y pisarlo delante del fulano que decidió que de la crisis solo podían brotar ideas positivas.

Florencia, esa doncella orgullosa y de buena familia, es hoy una choni poligonera. La ingente cantidad de turistas de medio pelo hacen imposible cualquier tipo de visita, de paseo, de experiencia, de lo que sea. Y diréis ¿y tu qué eras, si no otra turista más? Eso pensé al principio. Pero la diferencia se hacía patente y mi paciencia se fue por el sumidero a cada detalle más escabroso.



La crisis ha creado un nuevo tipo de turismo mucho más barato, más ignorante y mucho más desagradable: la plaza de la Signoria, otrora centro bullicioso de cambios políticos u hogueras de las vanidades ahora se llenaba de señoras desagradables que limpiaban mocos por doquier, señores con bermudas y calcetines que gritaban en holandés (o parecido), hordas de orientales cual cliché y vendedores indios de palitos de luz que lanzaban al cielo para llamar la atención. Nadie entra en el cielo sin ir iluminado, que dijo aquel.

Voy, dolorida, a buscar consuelo a los pies de mi amado David y me encuentro que las recias medidas de seguridad y conservación de pocos años atrás, hoy no se guardan, niños correteando por la galería, señoras niponas tocando los lienzos o niñatas con camisetas de crepúsculo (me temo que hablaré después de esto) disparaban flashes al torso marmóreo de la efigie encendiendo aún más su terribilitá. Miguel Ángel lleva tiempo pidiendo la sangre de los vivos, eso es así.

Viendo que no podía con el dolor de no poder hablar tranquilamente con David me dejé caer (es un decir) por la galería de Uffizi, esperando reconfortarme en ese renacimiento que tanto tiempo llevaba preparado. EPIC FAIL. Después de haber visitado el Louvre y el Prado, por ejemplo, entiendo de la utilidad de las audioguías si no vas preparado. En este aspecto, dichas audioguías eran una ofensa tanto para cada una de las obras que allí se guardan como para el visitante apenas instruido. Debido a las ingentes hordas de visitantes (juro que tenia delante a un equipo de voleibol femenino recién salido de su entrenamiento (¿?), tanto el personal como las guias te obligan a dedicarle apenas tres o cuatro minutos a cada sala, incluyendo la perteneciente a Botticelli. Eso te obliga a dos cosas: salir cuanto antes para dejar sitio a más gente y comprar guias de obras del museo en alguna de las seis salas de souvenir dedicadas al tema. Humillación, pena y tristeza.



Pero lo "mejor" estaba aún por descubrir: Insalati diPomodoro, bodas chinorris y más turismo de todo a cien.

lunes, 17 de mayo de 2010

Mi amiga Dolores


Esta es mi amiga Dolores. Aunque en realidad este es un retrato de Gemma Marqués y yo nunca conocí a Dolores. Quizá debería matizar: sí que conozco a Dolores, desde hace dos meses, aunque ella murió hace dos años.
Dolores es... perdón, fué. O mejor, no, es.
Dolores es una de esas viejecitas afables, solitarias y enlutadas que te puedes cruzar por las calles de un casco histórico de cualquier pueblo español.
Por circunstancias de la vida he venido a conocer a Dolores cuando ya hace un par de años que ha dejado este mundo, cuando me he visto en la situación de tener que poner orden en el que fuera su último hogar en el mundo. Así es la vida, supongo. Ella me ha devuelto, en parte, las ganas de ver más allá de mis propios quebrantos y decepciones, el deseo de encontrar ese segundo que se sale del tiempo justo que te marca el reloj cada minuto del día. Por eso estoy aquí, porque quiero hablar de Dolores, porque creo que merece que alguien hable por ella, aunque sea dos años después de dejar este plano de la existencia.

Hace cosa de dos meses llegó a mi poder un manojo de llaves de un viejo piso abaratado por la crisis y una mala relación entre herederos. Una señora, viuda hacía años, había muerto y su casa había pasado a disposición de cuatro buitres marrulleros que afirmaban ser sus vástagos. Como cada uno quería cuarto y mitad del pastel, tardaron dos años y media crisis en vender aquel pequeño apartamento a alguien cercano a mi. Mi labor era, a partir de ese momento, dejar que los cuatro hijos de Dolores, que así se llamaba la difunta, retirarán sus enseres personales o recuerdos que quisieran conservar y poner orden en el apartamento para una próxima ocupación.

Mi sorpresa fue cuando comprobé que aquellos cuatro energúmenos saquearon las escasas y bonitas posesiones con poco o ningún cuidado; la dolorosa verdad quedaba esparcida a mis pies cuando se esfumaron de allí para no volver: todos los recuerdos, fotografías y pequeños tesoros que guarda una vida quedaron pisados por aquellos que aparecían, infantes y sonrientes, en las mismas fotografías. Platos rotos, telas rasgadas, bolsos esparcidos, cojines rajados... Aquellos cuatro herederos no pretendían quedarse con nada de su madre, sino evitar que cualquiera de los tres hermanos restantes se quedara con nada. Tal era la magnitud de aquella guerra.

Y así me quedé yo, de pie en el salón, ante los cuerpos caídos de los recuerdos de Dolores. Recogí todas aquellas fotografías y llamé a la inmobiliaria: nadie quería aquellas fotos de Dolores, ni siquiera la fotografía de ella y el que fuera su marido ante el altar. Así que, tragándome aquel sentimiento sin poder aún definirlo, las arrojé todas a la basura guardándome tan solo una. Una vieja composición en sepia de Dolores cuando podría tener unos 30 años, más o menos.

Conforme recorría habitaciones devastadas fui conociendo mejor a Dolores. Cuidadosos y delicados detalles de buen gusto que sobresalían a la barbarie me decían que Dolores había sido culta aunque no todo lo que ella hubiera querido. Libros viejos señalaban que le había dado estudios a sus hijos y que no habían sabido aprovechar. Fue una mimosa abuelita y una excelente cocinera. Habitaciones y dormitorios deshabitados durante muchos lustros aún componían la perfecta armonía de un hogar. Mantas dobladas y con alcanfor entre sus pliegues. Incluso un traje de novia. Cuidadosa, amable, silenciosa y nostálgica, así parece que vivió Dolores.

Aunque la casa era grande y tenía unos muebles de los que ya no hay, señal de que había pertenecido a una buena clase, los últimos días de Dolores trascendieron sin demasiadas visitas en una pequeña habitación con una gran ventana, una mesa de camilla y una estufa de gas. En esa habitación había un retrato de su marido, muerto unos diez años antes, del que todavía conservaba dos trajes perfectamente almidonados y doblados en el armario principal.

Me dolía y indignaba ver como aquella pequeña anciana, de ojos tranquilos y generosos, no parecía haber sido valorada por unos hijos que no veían lo que su madre parecía haber intentado enseñarles en vida y que una desconocida como yo había visto años después de su muerte.

La fotografía que guardé la llevé a la playa, ¿que porqué a la playa? Porque entre las que tiré, había muchas fotografías de niños en la playa y Dolores en ellas parecía muy feliz. Así que llevé allí su foto, la quemé y la despedí con respeto.

Siento mi ausencia. Este sitio es como un espejo para mí y no sé lo que veo. Aún sigo buscando fotografías mías en las que parezca feliz pero todavía sigo en el salón de mi propia vida con trozos desordenados de mi misma. Pero Dolores me ha recordado que hay más habitaciones aparte del salón.

Da igual. Quería contar que conozco a Dolores, que aunque murió hace dos años, es amiga mía.