viernes, 22 de agosto de 2014

El tiempo de las brevas



Yo tenía un profesor en la EGB al cual había que tenerle miedo. Era la gran bestia negra para los chavales de 12 años que andabamos por aquellos Sexto, Séptimo y Octavo del colegio de pedanía huertana.

Don José Rafaél, o "el peperrafa". Un señor mayor, de densa mata de pelo negro entrecano y piel oscura. Gitano. Porque lo era. Y profesor de Historia, quien la contaba como pocos y que aún recuerdo sus clases y su manera de contarnos las cosas del tipo "Felipe el Hermoso era tío más feo que pegarle a un padre pero el apodo de venía porque era un mariquita que se ahogó bebiendo agua en la fuente un día tras jugar un partido de tenis". Más o menos y así con todo.

También era el profesor de Artes Plásticas, y era el mejor. El hombre parecía tener un muy inquieto espíritu creativo y era un excelente pintor. Toda la cartelería de la época predigital se encargaba de hacerla él, pintando al "oleo sobre lienzo" donde quiera que pudiera. A día de hoy creo que sus carteles siguen colgados de las paredes del colegio.

Y no solo hacía eso, también era el diseñador y director del montaje del Belén del Colegio, el cual a día de hoy forma parte de no se cuantos listados de cultura, arte y conservación de la Región. Porque el hombre fabricó en su día las piezas más espectaculares con papel maché, marquetería y pintura. Daba gusto verle triscar sobre la enorme superficie del suelo beleníta, como un gigante, ordenando aquí y allá donde iría el palacio del César, cuándo había que sembrar la cebada para que estuviera crecida para la exposición y por dónde iría el circuito de agua del rio. Todo ello en tiempos donde nada de esas cosas se habían visto hasta el momento. Y los chavales nos desvivíamos por ayudarle, por perder clases trabajando para él, porque si. Porque fascinaba y nos trataba como ayudantes, no como a enanos inutiles o hadas delicadas. Se hacía de querer y si tenias suerte y te cogía cariño, tenías en él un gran aliado.

Mi sitio durante toda la EGB -y escuelas subsiguientes- siempre era junto a la puerta. Cosas mías, la última en llegar y la primera en irme. Y recuerdo todavía verle apoyado en el marco de la puerta, fumándose su bisonte o su vikingo mientras miraba por encima de hombro y me corregía, en voz baja, el exámen que nos acababa de poner. Por lo general venía con un sutil insulto del tipo "no me pongas eso, Isabel, que empezaré a pensar que eres tonta en vez de despistada". Pero me corregía, me decía qué poner y luego me aprobaba con nota. Porque si, era muy despistada, y dispersa. Pero no tonta, y el hombre lo sabía.

Pero todas esas cosas hacían de él un hombre muy curioso porque, como digo, había que temerle.
Y mucho.

No hablaba nunca, ni en clase ni fuera de ella, a no ser que fuera necesario y de hacerlo, eran rotos exabruptos con olor tabaco negro. Y te podía calzar un pescozón en el cogote o una patada en el culo si la estabas liando. Y no pasaba nada. Porque quien se las llevaba sabía que se las había ganado. Y no iba a casa con quejas ni denuncias. Se quedaba su patada en el culo y ya iba suave para toda la tarde. Y hasta aprendía algo. Como digo, eran otros tiempos.

Su tez oscura, su avanzada edad comparada con el resto del profesorado -alrededor de los 60 pero mis percepciones son tan vagas ahora como entonces y puede que fuera más joven o más anciano-, su voz quebrada y sus modales eran los propios de quien había que temer, huir y hasta evitar.

"Nene! Como abra la caja de las galletas verás!" - era fácil escucharle decir ante algun pobre chaval que estuviera dando la tabarra en clase.

"No me hagais desenterrar el hacha de guerra, zagales" - otra de sus míticas frases, llevada y traída por generaciones de chavales fascinados por su porte.

"Llegará el día en que el trueque vuelva a funcionar, zagales, porque el dinero es una cosa muy sucia, ya lo vereis" - decía él, 30 años ha. Qué poco se equivocó.

El era el colegio. Rara era la vez que no estaba en la sala de profesores, en el comedor, vigilando que los escolares comieran y se comportaran, al fondo del pasillo dando voces de orden. Estaba siempre allí, más que nadie, mejor que ningún otro. Y si no lo encontrabas dentro, buscabas en el jardín.

En un rincón del colegio había un espacio prohibido. Los chavales no podíamos entrar ahí y lo sabíamos. No había cartel ni valla ni nada. Pero nadie entraba allí bajo pena de castigo divino.
Era el huerto de Don José Rafaél. El hombre cuidaba en aquellos apenas cinco metros cuadrados algunos nispoleros, jinjoleros, tomateras y tenía hasta una higuera. Y algunas veces nos subía a clase algunas de las frutas que había dado su huerto y otras nos bajaba a que le ayudaramos a recoger los tomates. ¡Y pobre de aquel que se comiera o llevara algo sin pedir permiso! ¡¡Y ni hablar de quien rompía por accidente alguna rama!!

El hombre ya murió. Hace unos años, diez o así. Recuerdo compartir la noticia con tristeza entre quienes lo conocíamos. Porque era la bestia negra pero también el abuelo gruñon, y podías ver, si te fijabas bien, aquella malfingida desgana de tener que aguantar a un montón de crios energúmenos que, en el fondo, le gustaba tener alrededor.

"¡¡Qué ganas tengo de que llegue el tiempo de las brevas", decía cuando iba llegando el verano, "porque así os vais a casa y no tengo que veros más!!".



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