miércoles, 9 de septiembre de 2009

La leyenda de la tendera




Cuenta la leyenda que hace muchos años,
en un pequeño y lejano país,
una joven y humilde tendera
quedó encinta de su primer hijo.
Apenas si levantaba unos palmos la mujer,
toda arrugas de sonrisa,
toda calma en su semblante,
toda amabilidad y dulzura,
una de esas personitas discretas
que uno encuentra sin buscar
y luego no sabe bien donde ha visto.

Esta joven, recién casada ella,
atendía amable a sus clientas,
marujas atemporales,
de rulo y mantilla,
delantal y cartilla.

Y un día, uno cualquiera,
en su tienda entro otra joven,
primeriza y triste madre,
porteando en un capazo,
el vástago fruto de su vientre,
una niña albina, enfermita y llorona.

Y hete aquí que nuestra encinta,
quedó sin habla y sin aliento
ante lo blanco de la infante
y llevo, con su sorpresa,
sus dedos a la nuca,
curioso gesto,
curiosa la hora,
curioso lugar.

Y desde aquel mismo minuto,
a la piadosa y amable tendera
le cambio el carácter,
agridulce y picajosa,
retorcida y desconfiada.

¡Niña, que mala te has vuelto!
le decían sus marujas
que parte de culpa tenían
como en todas las épocas
pasadas y venideras.

Unas semanas después,
se entero con aflicción,
que aquella pálida criatura,
así tal cual vino,
al cielo volvió,
enfermita de no saber qué,
extraño y brillante ser efímero.

Casi treinta años van pasando,
desde que a nuestra joven encinta
aconteciera su asombro por la albina.

Y he aquí el destino aciago,
que hoy soy yo quien atiendo
a otras marujas, herederas de las otras,
agridulce y picajosa,
retorcida y desconfiada.
Y un mechón de pelo blanco
que se oculta sobre mi cuello
que nace de la forma de cinco deditos
que aquella joven encinta tuvo a bien
dejar posar sobre su nuca
y no sobre su frente.
Que si no, a día de hoy,
mas le hubiera valido a mi madre,
mala leche en lugar de sangre,
haberme llamado Pícara.

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Jailai!