jueves, 21 de noviembre de 2013

Libros de Historia



El español es un hombre fuerte. Tiene valor, arrojo, picardía y si, también es descreído, estoico, cínico, vividor y arrogante. Y así se muestra cuando sale fuera, cuando sabe que su camino está dónde tiene los pies; no en sendas marcadas ni veredas de beatas de pueblo. El español es un pueblo que no se adapta fácilmente, aunque se deje avasallar y doblegar, da igual cuántas eras pasen, por otros españoles. Sus razones tendrán, seguro que son más listos o han estudiado más, suele pensar el español, que también tiene un gran sentido de la culpabilidad, fruto de centurias de exclavitud moral y eclesiástica.Y así el pueblo español se acomoda a la pérdida y al vasallaje, a no poder mirar a los ojos del señorito bajo pena de mil latigazos y la muerte del primogénito, que si es hembra, ni se contempla la piedad de la muerte sin más.

Pero no, no es medieval del periodo del que hablo, aquel periodo que se sucedía entre castillos y dragones y princesas, como decía una profesora mía de Historia, moldeada su cabecita en pleno seno católico. Hablo de mis abuelos, del que se fue ya y tenia la desgracia de haber engendrado tres hijas y ningún varón, el que debía pleitesía al señorito. También hablo de mi otro abuelo, el que todavía camina la tierra y se llevó a mi abuela con 2 pesetas en la solapa del sombrero para ser libre de casarse con ella y no trabajar mas que para sí mismo, al otro lado de la sierra.

Hoy, lustros después, me veo al otro lado de la sierra, mi marido y sus dos pesetas son mi única compañía. Hemos tenido que huir del señorito y su moral, del exclavismo y la culpa, de la desgracia de ser españoles de mediana ralea, de esos que ya no quedan atrás, al lado de la sierra donde tuvimos que dejar a hermanos y padres, a amigos y amores, a tumbas sin flores.

Me abro las venas esta fría mañana de invierno y calculo la velocidad de mi sangre, el tiempo que llevo parada en el cruce de caminos, preguntándome porqué me engañaron nada más nacer. Porqué soy la española que ha huido para buscar un camino propio si todavía veo culpa y temor, droga y sarmientos en mis venas y no puedo andar.
Cuando era joven, vidas atrás, me preguntaba qué haría yo, si saldría en los libros de historia y qué talentos tendría para poder hacerme grande, libre y valiente, para ser una persona primero, luego otras cosas: mujer, esposa, hija, española, lorquina... Pero ya sabéis cómo es esto, los libros de historia siempre los escriben los mismos y yo no iba a ser un escriba. Y acabas vendiendo tu pensamiento propio y todo lo que un gran hombre puede ser y te amoldas. Amoldarse. Odiosa idea en sí misma.

Desde este lado de la sierra, lejos, en el frío de tierras que me siguen resultando hostiles y grises, por muy verdes que sean sus pastos y muy amables que sean sus sonrisas, me enfurezco y entristezco. Vestigios del pobre vasallo español siguen en mi sangre: auto compasión, pobreza de cuerpo y espíritu, culpabilidad, cobardía. Sierpes que me paralizan y me desgarran el pecho para alimentarme de mi propia hiel, para empozoñarme el cerebro y el corazón de amargura y pena. Para no ser capaz de mirar más allá de mis propias y detestables lágrimas de cobarde. Extraño y envidio a quienes se quedaron para seguir luchando por una tierra que es nuestra, estemos dónde estemos. No poder abrazar a un hermano, no poder reír junto a un padre, no poder estar cuando alguien se está marchando y no volverá. Todo eso me han quitado. A mi, y a mi esposo, más valiente que yo, batallador por los dos, que porta con sus propias penas y también con las mías.

Los otros españoles que también he dejado atrás, esos señoritos de moral intachable que recitan pregarias por las noches para exculpar su delito fratricida, esos que se refugian en palabras como Democracia, Estado, Libertad o Polis, esos, esos son la desgracia de la tierra. Los ha habido siempre y siempre estarán ahí. Son los que escriben los libros de Historia y también los que nos condenan y obligan a los demás a dos caminos posibles, el exilio o la servidumbre. El silencio y la pérdida en ambos casos. Palabras, palabras y más palabras.

Me engañaron y estafaron. Me prometieron que si me portaba bien y hacía las cosas como se deben hacer, como las hacen los hombres de bien, todo iría bien, sería una gran persona y tendría futuro. Apenas un cuarto de siglo, un tercio de vida, para aprender la gran mentira. Que solo hay dos clases y yo no estoy en la de los vencedores. Que aunque he podido escapar al otro lado de la sierra, me inyectaron el virus de la servidumbre y la pobreza de espíritu y que soy cobarde.

"¿Es cara la democracia?", leo en un titular. Divago, me arrepiento de mis pecados y golpeo algo hasta romperlo o hasta que me sangran las manos. Huí de sus garras no una vez, ni dos, sino tres. Toda la vida huyendo. Así de cara es.

Ya sé que no tendré una vida como la que me pintaban estos señoritos cuando era pequeña. No saldré en los libros de Historia ni seré nadie importante. Tampoco tendré ni bienes ni futuro predecible, como no los he tenido hasta ahora. Mis venenosas lágrimas me arden en la cara. Mis dedos, helados, sangran. La verde tierra gris de mi exilio me condena a la pérdida y al silencio. Pero no estoy sola. Tengo a mi esposo conmigo. Y no somos los únicos españoles que estamos aquí. Hay muchos más, otras centurias de buenos españoles que se han cansado de ser vasallos y que os querrian ver muertos, enterrados y olvidados, señoritos de papel, verdaderos cobardes de esta historia. En minúscula, la que escriben los que no tienen pluma y tinta para escribir, solo sangre y hielo bajo las uñas.

Estas palabras aquí escritas servirán para sacarme la hiel una vez más -aunque nunca lo bastante-, para escribir una página más en mi propio libro y devolver ponzoña por orgullo.
Estas palabras no son para ti ni para mi, no son para ningun buen hombre, son para ellos, demonios de palabrería fácil y armas cargadas. Temednos, porque al quitarnoslo todo, ya no tendremos nada que perder. Estas palabras solo son sensiblería barata, soy consciente de ello, y aún así aquí las dejo. Sepan disculparme los hombres de bien y verme a través de ellas y adivinarme a mi y al porqué de mis lamentos.