sábado, 4 de junio de 2011

Lorca: reflexión entre los cascotes



Sábado, 4 de junio de 2011. Casi un mes del pasado día 11.
Estando en este mismo rincón del mundo, en este ordenador, ocurrió.
Un terremoto a las 6 y pico de la tarde.
Otro más duro después, 40 minutos más tarde.
Hasta ahí, todo demasiado manido.
Prehistoria mediática, política, social.
Un infierno aquí cada día, desde entonces.

La noticia está clara: dos terremotos sacuden el sureste español con magnitud 4,5 y 5,2 grados richter. Daños incalculables del patrimonio local. Más de 400 heridos, 10 muertos. Centenares de miembros de los cuerpos de seguridad del estado, UMEs, Cruz Roja y Protección civil se dirigen a la zona para ayudar y evacuar a los damnificados.





Y casi un mes después, yo aún no he conseguido hacerme a la idea.
Necesito conocerlo todo, verlo todo, y aún así, dudo que lo haga nunca.
Aunque físicamente estaba solamente en dos sitios esa tarde, con el tiempo he ido rellenando huecos con las historias de los lugares donde estaba todo lorquino que se ha dejado escuchar: los que vieron la montaña abrir sus entrañas con el primero y volver a cerrarse con el segundo, los que pudieron ver la ciudad desde lo alto y vieron como se cubría de polvo y humo, los que han perdido miembros, los que se marcharon con lo puesto de su hogar para no volver jamás, los que conducian dentro del tunel bajo el castillo, los que estaban fuera de la ciudad y no podían sino desesperarse por no poder contactar con sus hijos, padres, hermanos.
Y tantos otros testimonios como vidas interrumpidas. Escuchando a cada uno te haces a la idea de lo que ocurrió aquella tarde pero solo puedes imaginarte los hechos trascendiendo su dolor.
Si te identificas con tu interlocutor estás listo.

Siendo justa, el título de esta entrada no es correcto. Esto no es una reflexión sino una recopilación de momentos para intentar, una vez más, visualizar mentalmente cada instante de este gigantesco despropósito tan inimaginable como real. Por otra parte, tampoco hay cascotes. Al menos no por cualquier parte.

Desde el minuto dos (el uno se empleó en intentar recuperar el equilibrio físico y mental) todos nos pusimos a hacer lo único para lo que estábamos preparados: los quejicas se quejaron, los currantes siguieron currando, los voluntarios se pusieron a ayudar y los medios... bueno, los medios se dedicaron a meterse debajo de las camas de cada uno de los lorquinos, a ver qué encontraban.

Empezaré por mi; cuando sucedió el primero estaba sentada aquí mismo, en el ordenador de mi oficina. Mis compañeras se asustaron, mi jefe y yo nos reímos quitándole importancia; es curiosa la forma que tiene el miedo de escaparse de cada cabeza. Señalar que en esta ciudad se suele dar algun terremoto cada 6 meses, más o menos.
Tras esto, di una vuelta por el comercio, enderecé estanterías, retiré alguna plaqueta y salí a la calle a hablar con mi hermano, que estando a 100 km de aquí, también lo notó.

Ya en la acera, teléfono en mano, pateando algun cascote del tejado, le comentaba animada, con la emoción de haber sido testigo de una aparentemente pequeña anomalía, algo fuera de lo común que no ha ido más allá de lo anecdotario:

-"¡Qué disparate, me estaba moviendo en la silla giratoria!"
-"Eso no es nada, hombre, no te preocupes! Aquí apenas se ha caído la campana de San Mateo, se ha estropeado la cúpula del convento, y ¿oyes los cascotes que estoy pateando?..."


Pero entonces algo empezó a ir mal, muy mal. El suelo empezó a temblar violentamente, los coches saltaban aparcados, las líneas de la calzada empezaron a serpentear. Lo más parecido que sentí en aquel momento me recordaba a aquel juego de niños, yendo en el autobús del colegio, cuando jugábamos a mantenernos en pie sin agarrarnos.

Con mi hermano al teléfono que me gritaba algo pero incapaz de entenderlo, incapaz de decir nada, de colgarle, de entender que la cornisa bajo la que estaba hacía dos segundos se estaba viniendo a bajo, de no saber a qué agarrarme puesto que ya estaba en medio de la carretera y me debatía entre el miedo a ser atropellada y el MIEDO, el de verdad, el que te hace saber que no eres más que una mota de insignificancia en el universo y que nada de lo que te rodea se debe a otra cosa que a la casualidad y no a la arrogancia del ilimitado e infinito poder humano.

Como cuando sueñas una historia, los segundos se traducen en años y lo que a a toda una ciudad le pareció eterno apenas duró unos pocos segundos.

Y después de esos segundos, en lugar de acabar la pesadilla, empezó tras despertar.

Otro día sigo, si eso.