lunes, 17 de mayo de 2010

Mi amiga Dolores


Esta es mi amiga Dolores. Aunque en realidad este es un retrato de Gemma Marqués y yo nunca conocí a Dolores. Quizá debería matizar: sí que conozco a Dolores, desde hace dos meses, aunque ella murió hace dos años.
Dolores es... perdón, fué. O mejor, no, es.
Dolores es una de esas viejecitas afables, solitarias y enlutadas que te puedes cruzar por las calles de un casco histórico de cualquier pueblo español.
Por circunstancias de la vida he venido a conocer a Dolores cuando ya hace un par de años que ha dejado este mundo, cuando me he visto en la situación de tener que poner orden en el que fuera su último hogar en el mundo. Así es la vida, supongo. Ella me ha devuelto, en parte, las ganas de ver más allá de mis propios quebrantos y decepciones, el deseo de encontrar ese segundo que se sale del tiempo justo que te marca el reloj cada minuto del día. Por eso estoy aquí, porque quiero hablar de Dolores, porque creo que merece que alguien hable por ella, aunque sea dos años después de dejar este plano de la existencia.

Hace cosa de dos meses llegó a mi poder un manojo de llaves de un viejo piso abaratado por la crisis y una mala relación entre herederos. Una señora, viuda hacía años, había muerto y su casa había pasado a disposición de cuatro buitres marrulleros que afirmaban ser sus vástagos. Como cada uno quería cuarto y mitad del pastel, tardaron dos años y media crisis en vender aquel pequeño apartamento a alguien cercano a mi. Mi labor era, a partir de ese momento, dejar que los cuatro hijos de Dolores, que así se llamaba la difunta, retirarán sus enseres personales o recuerdos que quisieran conservar y poner orden en el apartamento para una próxima ocupación.

Mi sorpresa fue cuando comprobé que aquellos cuatro energúmenos saquearon las escasas y bonitas posesiones con poco o ningún cuidado; la dolorosa verdad quedaba esparcida a mis pies cuando se esfumaron de allí para no volver: todos los recuerdos, fotografías y pequeños tesoros que guarda una vida quedaron pisados por aquellos que aparecían, infantes y sonrientes, en las mismas fotografías. Platos rotos, telas rasgadas, bolsos esparcidos, cojines rajados... Aquellos cuatro herederos no pretendían quedarse con nada de su madre, sino evitar que cualquiera de los tres hermanos restantes se quedara con nada. Tal era la magnitud de aquella guerra.

Y así me quedé yo, de pie en el salón, ante los cuerpos caídos de los recuerdos de Dolores. Recogí todas aquellas fotografías y llamé a la inmobiliaria: nadie quería aquellas fotos de Dolores, ni siquiera la fotografía de ella y el que fuera su marido ante el altar. Así que, tragándome aquel sentimiento sin poder aún definirlo, las arrojé todas a la basura guardándome tan solo una. Una vieja composición en sepia de Dolores cuando podría tener unos 30 años, más o menos.

Conforme recorría habitaciones devastadas fui conociendo mejor a Dolores. Cuidadosos y delicados detalles de buen gusto que sobresalían a la barbarie me decían que Dolores había sido culta aunque no todo lo que ella hubiera querido. Libros viejos señalaban que le había dado estudios a sus hijos y que no habían sabido aprovechar. Fue una mimosa abuelita y una excelente cocinera. Habitaciones y dormitorios deshabitados durante muchos lustros aún componían la perfecta armonía de un hogar. Mantas dobladas y con alcanfor entre sus pliegues. Incluso un traje de novia. Cuidadosa, amable, silenciosa y nostálgica, así parece que vivió Dolores.

Aunque la casa era grande y tenía unos muebles de los que ya no hay, señal de que había pertenecido a una buena clase, los últimos días de Dolores trascendieron sin demasiadas visitas en una pequeña habitación con una gran ventana, una mesa de camilla y una estufa de gas. En esa habitación había un retrato de su marido, muerto unos diez años antes, del que todavía conservaba dos trajes perfectamente almidonados y doblados en el armario principal.

Me dolía y indignaba ver como aquella pequeña anciana, de ojos tranquilos y generosos, no parecía haber sido valorada por unos hijos que no veían lo que su madre parecía haber intentado enseñarles en vida y que una desconocida como yo había visto años después de su muerte.

La fotografía que guardé la llevé a la playa, ¿que porqué a la playa? Porque entre las que tiré, había muchas fotografías de niños en la playa y Dolores en ellas parecía muy feliz. Así que llevé allí su foto, la quemé y la despedí con respeto.

Siento mi ausencia. Este sitio es como un espejo para mí y no sé lo que veo. Aún sigo buscando fotografías mías en las que parezca feliz pero todavía sigo en el salón de mi propia vida con trozos desordenados de mi misma. Pero Dolores me ha recordado que hay más habitaciones aparte del salón.

Da igual. Quería contar que conozco a Dolores, que aunque murió hace dos años, es amiga mía.